Mi aventura se inicia en 1.965, por la dificultad generada en la representación gráfica de la música de una comunidad aborigen (los chahuancos), ya que por su atípico comportamiento sonoro, fueron vanos todos mis intentos de una escritura exacta, lo que significó para mi supuesta erudición un duro golpe.
Antes de esta experiencia, yo era un compositor normal, mis preocupaciones se limitaban a los problemas que tienen la mayoría de los compositores, y nada perturbaba la elaboración de mis obras, salvo las situaciones comunes de insatisfacción, esfuerzo y rigor lógicos de todo proceso creativo.
Lentamente, mi estabilidad comenzó a desaparecer: el primer indicio del cambio lo marcó el deseo de ampliar el campo de trabajo. Los tamaños
estandarizados del papel pentagramado me resultaban poco aptos.
Sus dimensiones limitaban mi capacidad de desarrollo musical y pensaba que cambiando esas medidas, me sucedería algo similar al pintor que abandona el cuadro por el mural, para alterar los propios mecanismos sensitivos.
Visité muchas casas de música y en todas encontré pentagramas con dimensiones parecidas a las que habían motivado mi rechazo. No había otra solución que ir a una tipografía y encargar una carpeta de hojas con las medidas y características que mi deseo imponía: 2m x 1m y pautado azul.
El cambio de tamaño no suponía sólo una diversa actitud ante el nuevo marco, significaba sobre todo un corte entre el pasado y el presente.
La sola consecuencia de ampliar el plano de la escritura no ofrecía ninguna perspectiva de cambio a nivel sonoro. El contorno gráfico y formal no se alteraba sustancialmente, pero la nueva dimensión mejoraba la evaluación de los distintos elementos.
Sólo luego de haber finalizado la composición de “La Tierra” (Jujuy, 1.965), pude percibir la real proyección de mi nueva identidad.
No sólo era necesaria la transformación exterior de los elementos, sino fundamentalmente, debía construir una nueva realidad coherente con mi ansiedad, que necesitaba satisfacer para poder expresarme.
Sin la búsqueda de una nueva forma de representación sonora, no tenía sentido el cambio. La incorporación de una constante diferente de la tradicional me preocupaba mucho.
No era la primera vez que sentía la necesidad de utilizar una nueva forma gráfica, y un estudio profundo de los elementos plásticos en relación a las estructuras musicales, me daba la posibilidad de constatarlo.
Inicié la composición de “Plektrón” (Jujuy, 1.966), obra que refleja esta interdependencia gráfico-sonora.
Cada página es una microforma totalmente relacionada con el conjunto, pero con un carácter gráfico - musical distinto.
Todas las conclusiones de “Plektrón” me fueron muy útiles.
Era la primera vez que incorporaba elementos plásticos, como sonidos.
Quedar apresado a una escritura ortodoxa que detestaba y a la sujeción gramatical que esto comportaba, me hacía sentir demasiado dependiente de una realidad que ya no me pertenecía.
¿Cómo hacer para liberar la escritura musical de mis ataduras?
Probé varias formas de combinaciones, pero retornaba siempre al mismo punto: la necesidad del pentagrama frenaba todos los intentos de evolución.
Ya no importaba la necesidad expresiva, esta era una lucha entre dos comportamientos antagónicos.
El pentagrama era una cárcel que no me permitía ver el sonido en libertad.
La contundente realidad de una escritura que consideraba caduca me imponía una actitud no contemporizadora.
Dejé de lado el pentagrama.
¿Qué sucedía? La escritura flotaba en el espacio blanco de la hoja. ¿Era éste el primer paso?
En “La Vida” (Buenos Aires, 1.967), el desarrollo estaba determinado por la utilización de una escala semicrómatica, que tenía la función de unificar la altura del sonido.
La duración estaba dada por una medida cronométrica que superaba la escritura tradicional.
Cada instrumento tenía líneas de continuidad diferenciadas.
La respuesta a mi lucha era positiva; una escritura podía ser reemplazada por otra más simple, anulando una cantidad de signos inútiles. Pero este cambio se daba de un modo no muy original.
No existía un pasaje claro que motivara una actitud diversa frente al problema sonoro.
La imagen que surgía no era demasiado diferente de la que proponían otros creadores contemporáneos.
Todo esto pasaba por mi mente mientras analizaba la partitura de “La Vida”.
Dentro mío luchaban dos fuerzas opuestas, y esto no hacía otra cosa que frenar mi capacidad creativa y mi evolución.
La tendencia conservadora lograba, a veces, imponerse más de lo que yo deseaba, y no sabia qué hacer.
Haber encontrado la medida cronométrica, no representaba para mí un éxito, pero en la práctica era útil.
Investigué distintas equivalencias para sustituir la escala, pero no lograba anular la imagen precedente.
Pero al fin, la angustia se transformó en un extraordinario descubrimiento: el color podía ser un medio para representar la altura del sonido.
Por qué no unirlo a la medida y tratar de trabajar con los dos elementos conjuntamente.
Así nacíó la idea central de mi propuesta.
“El Hombre” (Buenos Aires, 1.967), obra concebida para un grupo instrumental y vocal, fue el inicio del cambio.
Comencé a trabajar sobre una hoja de cinco metros de largo por un metro de ancho.
La impresión causada por este espacio vacío, llenó mi mente de las más fantásticas ideas sonoras: la aventura comenzaba.
También “Mi Piel” (Buenos Aires, 1.967), dentro de un concepto camarístico, amplió el camino.
Revisé meticulosamente la obra y noté que el concepto temporal desequilibraba la estructura, creando una tensión entre la libertad del color y la métrica involutiva.
Probé una nueva relación: forma-duración, a través de unidades interdependientes con valores predeterminados.
Desarrollé una escala geométrica partiendo de una forma ovoidal, hasta arribar al punto.
Comencé una composición para un cuarteto de instrumentos de cuerda, combinando los bloques de modo que cada página de la obra fuera visual y musicalmente diferente.
La idea de la microforma como núcleo expresivo había surgido en “Plektrón”, pero recién ahora tenía un verdadero sentido.
Una aproximación espacial libre de ataduras y la liberación expresiva que el propio desarrollo del código imponía, permitieron que redescubriendo la microforma como elemento esencial, se lograra sintetizar lo que hasta ayer era un producto próximo al caos.
“Redes” (Buenos Aires, 1.968),
“Victimario” (Buenos Aires, 1.969)
“Canon a tres” (Buenos Aires, 1.970)
Estas tres obras marcaron el comienzo de una profunda interacción entre mi conciencia creativa y mi postura intransigente.
Comencé a proyectar un modelo muy simple con formas y colores suspendidos, incorporando el movimiento y buscando un equilibrio entre tres elementos diversos: la forma, el color y el espacio.
Con esta nueva relación la escritura asumía una nueva dimensión y esto significaba también un cambio físico en su evolución.
Inicié la construcción de un móvil: “Espacios” (Madrid, 1.971), compuesto de varios niveles de lectura situados en el espacio.
Cada una de sus partes móviles era una imagen que debía corresponderse con todas las demás. A cada descubrimiento se oponían mil problemas, a cada logro una mayor sensación de inestabilidad por la falta de referencias externas.
La absoluta ausencia de rigidez, que en el plano era inevitable, me permitía una gran riqueza de imágenes, a través de la proyección de un concepto plástico y sonoro en permanente evolución.
Una actitud rigurosa fruto de la continuidad, me condujo a un importante resultado: el espacio se había transformado en un nuevo campo para la creación musical.
Dejando de lado todos los preconceptos sobre la utilización de las formas, ordené varios grupos de figuras, tratando siempre de llegar a una identidad lógica, algo muy difícil en ese mundo tan diversificado y complejo.
Luego de varias experiencias pude sintetizar siete matrices que se correspondían con un principio de cierta organicidad bien construida.
No sólo la tentación de una llegada ficticia, sino también la sensación de hastío provocada por el agotador trabajo de tantos años y la incomprensión reiterada de mis supuestos colegas, hacían que las caídas fueran cada vez más dolorosas.
Sin embargo continué.
“Sensibilidad” (Madrid, 1.972) fue el paso siguiente; doce instrumentos se dividían la escala cromática con un sonido tímbrica y dinámicamente contrastado para cada uno.
Era una paleta de colores variados y de gran riqueza estructural, que no pretendía otra cosa que jugar libremente con el sonido.
La temporalidad sufría transformaciones constantes otorgando un carácter discontinuo a las relaciones instrumentales.
Me preocupaba determinar los grados de importancia, jerarquía e irremplazabilidad del color y de la forma.
El color como representación de la altura era una conquista inobjetable, y lo mismo ocurría con la forma, pero, ¿era ésta la mejor manera de simbolizar el tiempo?
Aquí residía el verdadero centro del problema y el enigma no era fácil de resolver; más aún, la representación de la forma significaba un tácito reconocimiento de su valor como elemento temporal según la disposición acordada, pero ésta imposibilitaba una relación espacial más categórica. Como primer paso decidí que era necesario probar el cambio de los signos de altura y duración.
Con esta finalidad compuse una obra extremadamente simple, “Estaciones” (Madrid, 1.973), para cuatro instrumentos.
En esta etapa cada obra era un paso hacia adelante, cumplía la función de enriquecer parcialmente el nuevo lenguaje, convirtiéndose generalmente en material de archivo.
Renuncié a la forma perimetrada, y esta renuncia me obligó a un rigor extremo en la elección del elemento temporal.
A la escala de colores opuse una escala de valores.
La escala de valores debía estar determinada por una gama de grises.
Con este concepto comencé a preparar una nueva obra: “Coral” (París, 1.974).
Un pequeño tema tonal para tres voces mixtas servía de base para una conjunción armónica de gran austeridad.
Toda la obra se desarrolla con belleza y escasez de medios virtuosísticos, consiguiendo un equilibrio sin concesiones.
La necesidad de establecer una nomenclatura aún más precisa, me obligó a crear una nueva obra.
“Canon” (París, 1.975) reducía notoriamente algunos caracteres confusos de “Coral”, otorgando mayor claridad a su imagen.
Otro proceso de síntesis sonográfica se resolvió con la búsqueda de nuevos signos: “Así” (París, 1.976),
o con la introducción de otros lenguajes tratando de definir límites comunes: “Musilenguaje” (Madrid, 1.977),
o también a través del juego: “Ludífono” (Madrid, 1.978).
Otro paso imprescindible tenía que ver con la aplicación de los códigos en la educación musical.
Las formas, los colores y las dimensiones nos rodean: son las fonoimágenes de la vida que están esperando ser descubiertas.
Otros compositores fueron atraídos por esta nueva escritura: “Mikrokosmos” (Bartók, Madrid, 1.979),
y yo con “Rondas” (Madrid, 1.979) un ciclo de treinta obras.
Y es en el año 1.980, en Buenos Aires, luego de 15 años de investigación ininterrumpida, donde descubro uno de los errores más importantes de mi propuesta: el mejor signo para representar la duración es el número.
Todos los valores temporales son números una vez convertidos en su mínima expresión simbólica. La matemática lo sabe. La física también.
El número se explica por sí mismo y no tiene necesidad de ser comparado con ningún otro signo más importante.
Pero lo esencial como casi siempre se percibe tardíamente.
Y así, dolorido y angustiado, reinicié nuevamente mis trabajos de investigación desde el comienzo. Reconocí ante los alumnos mis errores.
Algunos me pidieron no cambiar, aferrándose con fuerza a las viejas reglas (eran los conservadores de un sistema que ya no podía admitirlos), otros se alejaron porque no podían aceptar mi error (un maestro jamás debe equivocarse), y con el grupo restante, (no sé si los más libres o los más prisioneros), continué experimentando con los errores y los aciertos propios de toda búsqueda verdadera.
Comencé por pintar una obra de Mussorgsky: “Cuadros de una Exposición” (Buenos Aires, 1.981),
inspirada en los cuadros de un amigo, pasando a través de un ciclo de monografías de varios compositores como “La Primavera” (Vivaldi, 1.981).
Con estos antecedentes y la experiencia acumulada, sentí la necesidad de desarrollar una nueva teoría (1.981-1.991) de exitosa aplicación en España: el Sistema Musical Aschero.
Este código posee muchas de las contradicciones del lenguaje musical tradicional y no tiene la jerarquía para suplantarlo.
El último paso, de carácter absolutamente científico, testeado epistemológicamente, para representar un sonido con todos sus parámetros, se produce con la invención de la “Numerofonía de Aschero” (Buenos Aires, 1.998), que sin lugar a dudas es el lenguaje más poderoso para la semiótica del sonido hasta hoy inventado.